Fuente: http://revista.escaner.cl/node/6938
Rayuela: Instrucciones para salir
ileso
“Todo lector de Rayuela percibe de inmediato el acaudalado bagaje de lecturas
que forma el andamio intelectual con cuya ayuda Cortázar levanta su novela. Esas
lecturas aparecen a lo largo del libro a veces como puntos de apoyo sobre los
cuales hace palanca la obra, otras, simplemente como nervaduras invisibles o
semivisibles que alimentan o sostienen sus
páginas”.
Jaime Alazraki (Prólogo a Rayuela, reedición Biblioteca
Ayacucho)
Carlos Yusti
En
esa montaña rusa (que es la experiencia lectora/leída) con sus movimientos de
serenidad y de vértigo hay libros ( y autores) que te persiguen toda la vida
aunque uno no se encuentre huyendo de manera abierta y declarada; libros que
forman parte de tu arsenal espiritual, de tu trinchera para resguardarte de la
artillería sostenida de la deshumanización y la estupidez que a diario te
bombardea.
Rayuela, esa
novela que escribió Julio Cortázar como un exorcismo y un recorrido de
iluminación zen (el título pensado por el escritor para la novela en principio
fue Mandala), especie de viaje místico hacia ese abismo personal del ser. Dicho
así la trama de una novela que es dosenuna parece simple, pero zambullirse en sus páginas y
personajes, más que en una trama especifica en sí, puede resultar resbaladizo
para no utilizar la palabra peligroso. Su lectura te dejas marcas y moretones,
nadie sale indemne de su lectura.
En
mi biblioteca hay varias versiones, desperdigadas aquí y allá como pétalos de
una flor exótica y cambiante. La razones para esta obsesión rauyuelesca la
ignoro, pero he logrado contabilizar alrededor de 15 ediciones en español de
países distintos, y sin duda incluiré la última edición en homenaje a sus 50
años. Novela que no envejece y la cual en el momento de su publicación resultó
experimental y un tanto vanguardista, pero hoy su propuesta de los dos novelas
en una resulta una especie de fuego/juego de artificio con esa subrayada
petulancia tan argentinosa.
Lo
que importa de Rayuela no es tanto su estuche (o sus pretensiones de puzzle
que buscar hacer participe al lector), sino esa forma especial con los cuales
Cortázar amasó a sus personajes; personaje, que al igual que en esas grandes
novelas etiquetas como clásica adquieren vida autónoma, relegando a su autor al
papel de secretario de esas pasiones tan humanas que de alguna manera se
traspapelan con las pasiones de los lectores. Personajes que son vitrinas,
espejos y ventanos donde el lector se pierde de manera
irremediable.
Leí Rayuela en el bachillerato a instancias de mi
profesor Humberto Gonzáles (hoy gran amigo de ruta) y no entendí nada. En primer
lugar debido a que novela era culta e inteligente. Yo estaba acostumbrado a la
novelitas vaqueras y las policiales, sin mencionar que mi pedigrí era más bien
barriobajero. En consecuencia mis ignorancias veleidosas eran muchas. Lo segundo
su lenguaje era luminoso, cuidado, poético y con la cotidianidad metida en las
uñas lo que le proporcionaba a cada frase, a cada párrafo una música, un ritmo
vivo permitiendo que los personajes no fueran muñecos con hilos y que las
circunstancias que atravesaban tuvieran ese tufo portentoso de la vida. Lo
tercero era esa magia de juego cósmico que se respiraba a cada página y para
completar el cuadro la novela es también una indagación del devenir novelesco,
de la novela como género e incluso el autor a veces aparece en sus páginas como
personaje circunstancial desmoronando esos sutiles límites entre la realidad y
la ficción.
Leer Rayuela
después que la vida te ha enseñado/propinado algunas lecciones y que los libros
han ido cayendo en tu alma como una tenue lluvia mientras caminas en la
intemperie hacia ti mismo, en una experiencia más vital que existencial. Desde
esta perspectiva la novela de Cortázar se vuelve un tributo a la vida soñada
desde el arte y esa libertad apremiante de contravenir todas las convenciones
sociales para darle un chance a lo humano.
No
recordar pasajes de novela es inevitable. No amar a La Maga es imposible y no
detestar a Horacio Oliveira por cabrón y lúcido es improbable. Hay pedazos del
libro que siguen a todas partes como los diálogos entre la Maga y Horacio cuando
la ruptura es inminente. O aquel fragmento erótico escrito con todo el amor y el
impudor posible en glíglico,
ese lenguaje inventado por la Maga que uno entiende a la perfección cuando de
sexo se trata. También está la carta que le escribe La Maga a su hijito muerto y
que te hace llorar por dentro. O ese personaje de una ternura infantil increíble
como es la pianista Berthe Trépat. Y no digamos todos los extrañísimos
personajes que conforman El club de la
serpiente. Luego esta la música (y
sobre todo el jazz) que se cuela a lo largo del libro como telón de fondo y ese
París de reverberaciones ficticias y pulsaciones metafísicas o poéticas que es
como ese otro personaje tan de encantamiento, tan de invento
sobrenatural.
Si
algún lector quiere salir ileso de Rayuela, la
mejor manera es que no la lea, pero si hace semejante estupidez se perderá una
historia que rompe todas las premisas, escrita con girones de vida entre lo
poético y un fluir a contracorriente que busca redefinir la novela como género y
la literatura como materia fecal para alimentar ocios bien administrados. La
lucidez de Rayuela radica en su planteamiento de fondo: el hombre y sus inventos
intelectuales para domesticar su sentido de lo humano. La vida es un
reinventarse a cada tanto, no dejarse morir antes de tiempo por esos hábitos
mecánicos de convivencias, por esas fachadas de intelectualidad que se elevan
por encima de todo y todos.
Horacio crítica a La Maga su irresponsabilidad sin seso,
su ignorancia luminosa, mientras él que es la inteligencia se oscurece en sus
meditaciones metafísicas y existenciales. La Maga vive y Horacio está allí
analizando la vida mientras pasa. No por casualidad Horacio en la novela piensa:
“Hay ríos metafísicos, ella los nada como esa golondrina está nadando en el
aire, (…) Yo describo y defino y deseo esos ríos, ella los nada. Yo los busco,
los encuentro, los miro desde el puente, ella los nada. Y no lo sabe…”
Y
de eso se trata. Más que pensar en el río (o verlo fluir) es necesario nadar
aunque uno no se de por enterado. El río como la vida pasa una sola vez o
viceversa.